Aquí en Hong Kong, a pesar de la gran influencia que llega de distintas partes del mundo y de las mismas transformaciones sociales a las cuales se ha visto sometida esta ciudad cosmopolita, no deja de ser un lugar en donde este tipo de expresiones son casi nulas o no se dan a simple vista. Tengo presente cierta ocasión cuando una pareja pasó caminando en frente del grupo de parroquianos que me acompañaban en la puerta de la parroquia, intercambiándose mutuamente un cono de helado sin inmutarse de nuestra presencia, algo que motivó comentarios entre el grupo al momento, la mayoría de ellos reprobando esa conducta.
Algo curioso respecto a este asunto ocurrió en mis vacaciones a México el verano pasado. Desde mi llegada los abrazos, el saludo de manos y las palmadas en la espalda adquirieron un sentido y un valor más profundo, pues fue como encontrar algo que había perdido hace tiempo y quería gozarlo al máximo. Después de unos días caí en la cuenta de esta sensación y comprendí que un abrazo puede llegar a tocar el alma de otro, que un saludo va más allá de una formalidad social y que un beso puede alegrar el corazón. Humanamente necesitamos la presencia del otro, del hermano, para reconocer el valor y la importancia de nuestro ser comunitario; pero intentar llevar a plenitud nuestro ser comunitario se convierte en una ideología difusa si realmente éste no me lleva a ser más humano, pues ello exige de nosotros sinceridad en todo momento, aún en momentos de desacuerdo, ya que esas mismas diferencias que conforman la personalidad única e irrepetible de cada uno, son los elementos con los cuales podemos enriquecernos mutuamente.
Seminarista MG en Hong Kong, China.